La guerra
Para traer paz al mundo, por lo tanto, para detener todas las guerras, tiene que haber una revolución en el individuo, en vosotros y en mí. La revolución económica sin esta revolución interna carece de sentido, pues el hambre es el resultado del defectuoso ajuste de las condiciones económicas producido por nuestros estados psicológicos: codicia, envidia, mala voluntad y espíritu de posesión. Para poner fin al dolor, al hambre, a la guerra, es preciso que haya una revolución psicológica, y pocos de nosotros están dispuestos a enfrentar tal cosa.
Krishnamurti: La guerra es la proyección espectacular y
sangrienta de nuestra vida diaria, ¿no es así? La guerra es una mera
expresión externa de nuestro estado interno, una amplificación de
nuestra actividad diaria. Es más espectacular, más sangrienta, más
destructiva, pero es el resultado colectivo de nuestras actividades
individuales. De suerte que vosotros y yo somos responsables de la
guerra, ¿y qué podemos hacer para detenerla? Es obvio que la guerra que
nos amenaza constantemente no puede ser detenida por vosotros ni por mi
porque ya está en movimiento; ya está desencadenándose, aunque todavía
en el nivel psicológico principalmente. Como ya está en movimiento, no
puede ser detenida; los puntos en litigio son demasiados, excesivamente
graves, y la suerte ya está echada. Pero vosotros y yo, viendo que la
casa está ardiendo, podemos comprender las causas de ese incendio,
alejamos de él y edificar en un nuevo lugar con materiales diferentes
que no sean combustibles, que no produzcan otras guerras. Eso es todo lo
que podemos hacer. Vosotros y yo podemos ver qué es lo que engendra las
guerras, y si nos interesa detenerlas, podemos empezar a transformamos a
nosotros mismos, que somos las causas de la guerra.
Una señora americana vino a verme hace un par de años, durante la
guerra. Me dijo que había perdido a su hijo en Italia y que tenía otro
hijo de dieciséis años al que quería salvar; de suerte que charlamos del
asunto. Yo le sugerí que para salvar a su hijo debía dejar de ser
americana; debía dejar de ser codiciosa, de acumular riquezas, de buscar
el poder y la dominación, y ser moralmente sencilla, no sólo sencilla
en cuanto a vestidos, a las cosas externas, sino sencilla en sus
pensamientos y sentimientos, en su vida de relación. Ella dijo: “Eso es
demasiado. Me pide usted demasiado. Yo no puedo hacer eso, porque las
circunstancias son demasiado poderosas para que yo las altere”. Por lo
tanto, resultaba responsable de la destrucción de su hijo.
Las circunstancias pueden ser dominadas por nosotros, porque nosotros hemos creado las circunstancias.
La sociedad es el producto de la relación; de vuestras relaciones y las
mías, de todas ellas juntas. Si cambiamos en nuestra vida de relación,
la sociedad cambia. El confiar únicamente en la legislación, en la
compulsión, para la transformación externa de la sociedad mientras
interiormente seguimos siendo corrompidos, mientras en nuestro fuero
íntimo continuamos en busca del poder, de las posiciones, de la
dominación, es destruir lo externo, por muy cuidadosa y científicamente
que se lo haya construido. Lo que es del fuero íntimo se sobrepone
siempre a lo externo.
¿Qué es lo que causa la guerra religiosa, política o económica?
Es evidente que la creencia, ya sea en el nacionalismo, en una
ideología o en un dogma determinado. Si en vez de creencias tuviéramos
buena voluntad, amor y consideración entre nosotros, no habría guerras.
Pero se nos alimenta con creencias, ideas y dogmas, y por lo tanto,
engendramos descontento. La presente crisis, por cierto, es de
naturaleza excepcional, y nosotros, como seres humanos, o tenemos que
seguir el sendero de los conflictos constantes y continuas guerras, que
son el resultado de nuestra acción cotidiana, o de lo contrario ver las
causas de la guerra y volverles la espalda.
Lo que causa la guerra, evidentemente, es el deseo de poder, de
posición, de prestigio, de dinero, como asimismo la enfermedad llamada
nacionalismo ‑el culto de una bandera- y la enfermedad de la
religión organizada, el culto de un dogma. Todo eso es causa de guerra; y
si vosotros como individuos pertenecéis a cualquiera de las religiones
organizadas, si sois codiciosos de poder, si sois envidiosos,
forzosamente produciréis una sociedad que acabará en la destrucción.
Nuevamente: ello depende de vosotros y no de los dirigentes, no de los
llamados hombres de Estado, ni de ninguno de los otros. Depende de
vosotros y de mí, pero no parecemos darnos cuenta de ello. Si por una
vez sintiéramos realmente la responsabilidad de nuestros propios actos,
¡cuán pronto podríamos poner fin a todas estas guerras, a toda esta
miseria aterradora! Pero, como veis, somos indiferentes. Comemos tres
veces al día, tenemos nuestros empleos, nuestra cuenta bancaria, grande o
pequeña, y decimos: “por el amor de Dios, no nos moleste, déjenos
tranquilos”. Cuanto más alta es nuestra posición, más deseamos
seguridad, permanencia, tranquilidad, menos injerencia admitimos, y más
deseamos mantener las cosas fijas, como están; pero ellas no pueden
mantenerse como están, porque no hay nada que mantener. Todo se
desintegra.
No queremos hacer frente a estas cosas, no queremos encarar el hecho de que vosotros y yo somos responsables de las guerras.
Vosotros y yo charlamos de paz, nos reunimos en conferencias, nos
sentamos en torno a una mesa y discutimos; pero en nuestro fuero íntimo,
en lo psicológico, deseamos poder y posición, y nos mueve la codicia.
Intrigamos, somos nacionalistas; nos atan las creencias, los dogmas, por
los cuales estamos dispuestos a morir y a destruirnos unos a otros.
¿Creéis que semejantes hombres ‑vosotros y yo- podemos tener paz en el
mundo? Para que haya paz, debemos ser pacíficos; vivir en paz significa
no crear antagonismos. La paz no es un ideal. Para mí un ideal es simple
evasión, un modo de eludir lo que es, una contradicción con lo que es.
Un ideal impide la acción directa sobre lo que es. Mas para que haya paz
tendremos que amar, tendremos que empezar, no a vivir una vida ideal
sino a ver las cosas como son y obrar sobre ellas, a transformarlas.
Mientras cada uno de nosotros busque seguridad psicológica, la seguridad
fisiológica que necesitamos ‑alimento, vestido y albergue- se ve
destruida. Andamos en busca de seguridad psicológica, que no existe; y,
si podemos, la buscamos por medio del poder, de la posición, de los
títulos, de los nombres, todo lo cual destruye la seguridad física.
Esto, cuando se lo considera, resulta un hecho evidente.
Para traer paz al mundo, por lo tanto, para detener todas las
guerras, tiene que haber una revolución en el individuo, en vosotros y
en mí. La revolución económica sin esta revolución interna carece de
sentido, pues el hambre es el resultado del defectuoso ajuste de las
condiciones económicas producido por nuestros estados psicológicos:
codicia, envidia, mala voluntad y espíritu de posesión. Para poner fin
al dolor, al hambre, a la guerra, es preciso que haya una revolución
psicológica, y pocos de nosotros están dispuestos a enfrentar tal cosa.
Discutiremos sobre la paz, proyectaremos leyes, crearemos nuevas ligas,
las Naciones Unidas, y lo demás. Pero no lograremos la paz porque no
queremos renunciar a nuestra posición, a nuestra autoridad, a nuestros
dineros, a nuestras propiedades, a nuestra estúpida vida. Confiar en los
demás es absolutamente vano; los demás no nos traerán la paz. Ningún
dirigente, ni gobierno, ni ejército, ni patria, va a darnos la paz. Lo
que traerá la paz es la transformación interna que conducir a la acción
externa. La transformación interna no es aislamiento; no consiste en
retirarse de la acción externa. Por el contrario, sólo puede haber
acción verdadera cuando hay verdadero pensar; y no hay pensar verdadero
cuando no hay el conocimiento propio. Si no os conocéis a vosotros
mismos, no hay paz.
Para poner fin a la guerra externa, debéis empezar por poner fin a la guerra en vosotros mismos.
Algunos de vosotros moverán la cabeza y dirán “estoy de acuerdo”, y
saldrán y harán exactamente lo mismo que han estado haciendo durante los
últimos diez o veinte años. Vuestra conformidad es puramente verbal y
carece de significación, pues las miserias y las guerras del mundo no
van a ser detenidas por vuestro fortuito asentimiento. Sólo serán
detenidas cuando os deis cuenta del peligro, cuando percibáis vuestra
responsabilidad, cuando no dejéis eso en manos de otros. Si os dais
cuenta del sufrimiento, si veis la urgencia de la acción inmediata y no
la aplazáis, entonces os transformaréis; y la paz vendrá tan sólo cuando
vosotros mismos seáis pacíficos, cuando vosotros mismos estéis en paz
con vuestro prójimo.
Krishnamurti
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